El ventilador ralentizaba una vez más otra mañana sofocante
de verano, mientras mi tía Aurelia apretaba con furia la antigua máquina de
hacer churros. Era domingo, y una vez mas, mi hermano y yo parecíamos dos gotas
de agua. Camisa blanca y el peto de pana granate que odiaba con todas las ganas que
puede odiar un niño de mi edad. En el ambiente ‘nenuco’ y aquel pesado olor a
bitumen que abrillantaba con clase los zapatos gorila todos los domingos. Apreté los dientes y salté de la silla con
decisión. Hoy no. Hoy no voy a ir a misa. Cogí un churro y comencé a correr por
el camino de baldosas amarillas.
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